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domingo, 12 de junio de 2011

Reinaldo Bragado murió soñando

 Por Tania Díaz Castro



Ciudad de la Habana, Cuba. (PI)- Recuerdo a Reinaldo Bragado (1953-2005)- flaco, miope, de greñas rebeldes y con hambre, con esa hambre tediosa y tan singular que los cubanos conocemos bien.

Desde finales de 1987 entraba a casa como un ciclón, siempre nervioso, apurado, como si la policía le siguiera los pasos. Y era verdad: la policía política no le perdía pie ni pisada. 

Pero Bragado no dejaba de ser como era: un defensor de los Derechos Humanos, y un amigo fiel de Ricardo Bofill, "un disidente".

Estuvo preso varios años sin haber cometido delito alguno. Tal vez porque no se pelaba, porque miraba de frente al guardia de la esquina, le aplicaron la Ley de Peligrosidad, lo mismo que aún ocurre a miles de jóvenes en Cuba.

Un día me llevó a su casa, en una calle cerca del puerto habanero, para conocer a su perro sato. Sentados en aquella salita, en sillones de los años treinta, me confesó algo que jamás olvidaré:

Me voy por miedo, amiga. Sólo por miedo. 

Días antes Bofill había puesto en sus manos un par de diminutos micrófonos para que llegaran a Armando Valladares, ya en el exilio, y el mundo entero supiera que hasta los presos políticos eran vigilados en Cuba, dentro de sus calabozos.

Esto representa 90 años de cárcel -dijo sorprendido Bragado, mientras observaba los micrófonos, recién descubiertos en las paredes y los techos de las celdas y enviados desde la prisión Combinado del Este por el preso plantado Ernesto Díaz Rodríguez.

Un día del mes de junio de 2005, alguien me llamó por teléfono para decirme que Bragado había muerto en su casa de Miami. Fue un día triste para mí, tan triste como el día que partió al exilio, en el invierno de 1988. 

Mi amigo desenganchó la puerta de mi casa, en Lealtad 365, de Centro Habana, siempre abierta y se detuvo allí, como un espectro. Me miró unos segundos en silencio. ¿Acaso tenía deseos de llorar? Luego se alejó con pasos rápidos.

Ese día lo subieron a un avión para que se fuera lejos de Cuba, y no molestara más a la dictadura con sus versos, sus informes sobre violaciones de derechos humanos, con ese deseo tan intenso que tenía de juntar toda la fuerza cósmica y lograr la libertad para nosotros.

Dicen que murió como mueren los poetas, como Heberto Padilla cinco años antes -también en el exilio-, cuando no esperaba a la muerte; mientras soñaba.

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